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miércoles, 21 de diciembre de 2016

Luis Cardei

Recuerdo cundo Miguel Ángel Zotto me hablaba entusiasmado de la gran compañía que estaba armando para su genial revista teatral tanguera, con la cual sería ovacionado en tantas ciudades europeas. Y me contaba de su frustración por no poder incluir al cantor Luis Cardei en la misma, dados sus problemas hemofílicos y la imposibilidad de viajar. Pero, como a tantos, le entusiasmaba la forma de interpretar que tenía este muchacho que afrontó tanta desgracia en su vida.

Verlo cantar y escucharlo, acompañado por Antonio Pisano y su bandoneón, ya fuere en El club del vino, de mi amigo Cacho Vázquez, que vivió exiliado en Madrid,  en la Cantina de Arturito que estaba en mi barrio de Parque Patricios o en Gandhi, nos motivaba. Uno se olvidaba de sus taras físicas y quedaba anclado en su forma de cantar, de enfatizar, con su voz chiquita pero bien colocada. Por algo se había pasado la infancia escuchando tangos en la radio, en su casa de Villa Urquiza, dado que no podía jugar con los demás niños, debido a su problema. A esa enfermedad tremenda en su niñez y que  lo dejó cojeando para siempre y ayudado por un bastón para caminar, luego de su reclusión en la cama por largo tiempo.  Debía tratar siempre de no dar la mano con fuerza, ni cortarse.

                                     


Su padre cantaba tangos y el tango se le metió en vena desde su postrada niñez. La vitrola, la radio, los discos de Gardel, hicieron el resto. Su vida se apoyó en el tango y las peripecias que narraban los temas gardelianos pasaron a ser su hábitat, cuando despuntó como cantor temprano y los muchachos del barrio lo empujaron a presentarse en concursos, tan habituales entonces. De los cuales no sacará réditos, pero que sirvieron para varearlo frente a diversos públicos que quedaban sorprendidos ante su esmirriada figura y esa manera de interpretarlos. Con esa voz flaca, y su castigado físico, pero que llegaba a la gente. Los que lo veían y escuchaban con entusiasmo y querencia,  fueron pasando el dato y así fue teniendo noches de mucho público que lo aplaudía con ganas.

Todos quienes hemos admirado desde chicos a Gardel disfrutamos a los cantores que interpretan su repertorio, pero con personalidad propia, sin imitaciones que, a veces, deviene en caricatura. Luisito Cardei, les dió a esos temas un tono personal, intansferible, que es lo que define a los buenos de verdad. Aunque nunca pudo tener una orquesta completa detrás suyo, igual se ganó al público porteño que lo distinguió. Sabía entonar esos temas para llegar a la gente.

                                   


En los cafés de la capital siempre solía militar la figura del quinielero. Un personaje familiar que aceptaba apuestas a los caballos de carrera o las distintas loterías, en forma clandestina y gambeteando a la policía. A Luisito no se le ocurrió mejor manera de sobrevivir, y ayudar a su madre viuda,  que dedicarse a ello en su barrio, dado que no podía encontrar trabajo alguno, y la bohemia lo ganó temprano. Cantaba en cafés, en clubes de la zona, allí donde lo invitaran o empujaran los muchachos de la barra. Yo lo descubrí en uno de los tantos viajes de visita a la ciudad que había dejado atrás pero que estaba presente en mi cuore a toda hora.

En principio daba un poco de pena verlo por su figura y el hecho de que cantaba sentado la mayoría de las veces, debido a sus dificultades. Cuando lo fui descubriendo, me emocioné. Aquellos temas gardelianos que escuchábamos con mi hermano en la radio cobraban nueva vida en su voz pausada, que llegaba a fondo por el modo de interpretarlos. Después lo seguí en los lugares donde actuaba, en cada retorno, había filmado con Solanas, grabado tres elepés, le habían hecho muchos reportajes  pero mantenía ese tono chamuyado, ese toque que lo distinguía. Los ojos vivarachos, su alianza perpetua con el bandoneonista Antonio Pisano, aunque también tuviera alguna vez otro acompañamiento, y esa cosa de muchacho de barrio, de café, que tanto lo acercaba al público. Su repertorio era extenso y su oreja guardaba inflexiones, matices y silencios que mucho se agradecían. Era ideal para escucharlo en recintos pequeños, cercanos. En estrados informes, espacios íntimos, para perpetuar lejanas emociones.

                                 
Luis Cardei y Antonio Pisano, una yunta cautivadora
                  
Escuchar tango tiene algo de liturgia secreta y gozosa. El menudo artista asentado en la médula de las palabras. Las que fluyen por su entendimiento y están aromadas de porteñidad. Se trata de alcanzar un toque personal en lo artístico y Luis Cardei lo consiguió, pese a sus enormes problemas de salud. El paisaje de la memoria  que nos dibujaba con su estilo cercano, pero también ocurrente, trasnochador, desinhibido, nos devolvía a la memoria fracturada.

Murió con 55 años en el año 2000. Se había casado, tenía un hijo, Alfredo, y sus ídolos eran Gardel y Raúl Berón. Daba talleres de interpretación en su casa y era muy respetado por sus alumnos. En una de las tantas transfusiones que debía hacerse permanentemente, contrajo la hepatitis C, que lo llevó a internaciones permanentes hasta dar su último suspiro. El diario francés Le Monde, lo había llamado "el rengo fascinante" en un reportaje.

                                         


Y vuelve en videos, que cambian todo el mapa de la actuación en vivo, el ambiente, cómo adecuaba su tono a los temas que cantaba y la complicidad que mantenía con su público. Por eso lo recordamos así... así... así... que diría Pichuco.

En este caso canta el tango El último guapo, de Leo Lipesker y Abel Aznar.

                                               

                                                       
Uno de los últimos  que cantó en su vida, fue: Los cosos de al lado, de José Canet y Marcos Larrosa.  Y lo interpretaba de este modo, siempre junto a Antonio Pisano.

                                         

                                         

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