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viernes, 18 de abril de 2014

José González Castillo

 San Juan y Boedo de hace mucho tiempo. Allí, frente a la casa de Don José González Castillo, estaban las chapas de un teatro popular y, más allá, las pantallas de los primeros cinematógrafos suburbanos y también los bares con palco a ras del suelo desde donde ágíles dedos trepaban por las escalas del bandoneón hasta llegar al tango.

 San Juan y Boedo de hace mucho tiempo, y José González Castillo mirando desde la esquina hacia ninguna parte.¡Claro! desde la barranca se presentía, hacia el sur, la presencia de Pompeya y de Puente Alsina, con sus curtiembres y sus chimeneas y sus inundaciones; y, hacia el Norte, el último pedazo de Almagro, escenario propicio de José Betinotti, el pequeño muchacho zapatero que inventó, vaya a saberse cómo, la primera canción de Buenos Aires; y al otro lado, Cochabamba arriba, las calles anchas y las quintas y las copas altas de los árboles y hasta retazos de alfalfares misteriosos; y por San Juan, ganando al río, el San Cristóbal bravo, lleno de mostradores y de escudos de comité y de canchas de taba y de pedanas a cuchillo, para la esgrima canalla y temeraria.
                                       

 Y a los cuatro rumbos, casas sin salas, y corredores profundos, y huecos sembrados de vidrios y de latas viejas, y hombres traídos por los mares, y mujeres con pañuelos atados a la cabeza, y muchachos argentinos que estaban plasmando, sin saberlo, al hijo nuevo de la patria vieja. Y, sin duda, este mismo cielo de hoy y esta misma noche y las estrellas de siempre y el mismo calor de barrio, un poco vida pobre y otro poco pintura de sainete.

 Boedo era entonces algo así como un paso pesado que diera Puente Alsina para llegar al centro. González Castillo comenzó a querer ese barrio cuando sus disfrazados carnavales traían rodajas y versadas en chatas de cuatro riendas, y cuando las ideas y las banderas rojas, en una confusa esperanza de justicia, salían en busca de la redención negadas, y cuando hasta sus escenarios llegaban nombres de la ciudad iluminada -Pablo y Orfilia Rico-, y cuando las guitarras ardían en milongas y cuando comenzaban a rodar los tangos de Pacho desde sus cafetines.

                                       

  Tal vez ningún hombre, ni hoy ni nunca, vuelva a pasearse cómodamente por las calles de Boedo como González Castillo. Tal vez nadie consiga dominar sus múltiples facetas como él lo hiciera. No sé cómo llegó a sus calles ni he intentado saberlo, pero un día ancló en el barrio ese pesado andar de su talento, y los chicos y las mujeres y los ladrones y los estudiosos y los obreros supimos que Boedo había encontrado a su poeta, a su dramaturgo, a su inspirador, a su amigo. Tal vez la adolescente amistad con las guitarras -Curlando, Gabino, Cazón y Betinotti- le dieron ese ángulo de estética criolla que muy pocos consiguen. Tal vez las noches del café de "Los Inmortales" -Carriego, Darío, Charles Soussens, Florencio- amoldaron sus formas, su filosofía. Tal vez las plataformas abigarradas de los tranvías que atravesaban el ocaso, púlpitos de la picardía, acercaron su corazón hasta la tolerancia comprensiva del pecado ajeno. Tal vez la pobre gente que quedó sin destino en medio del fracaso fue la que entregó el tema de las primeras obras que eran también protestas.

                                                       


 Así, hecho hombre, atravesando la carne cotidiana y vulgar de los que sufren, llegó a los libros grandes de los grandes y a la hora de su página alta. Pero el tránsito sobre las llagas y la tensión heroica de la lucha,  de la protesta, de la indignación, fatigaron su pulso y, como renunciando a la gloria mayor que ya tenía, fue reduciendo día a día sus ambiciones hasta acomodar sus horizontes a la geografía humilde del barrio que no habrá de olvidarlo.

 Así lo encontró mi amistad de muchacho asombrado y lo siguió mi admiración. Así lo cultivé hasta la última hora, viéndolo trabajar en su Universidad de Boedo, o en la Peña Pachacamac, desparramando cultura a lo Sarmiento y empujando la vocación teatral de los humildes que llegaban hasta su prestigio con hambre en la boca y en el corazón.

 Y luego, cuando el barrio dormía y apenas si las luces de los barrios nocturnos lo veían volver hasta su casa, iba, debemos creerlo, tejiendo los versos de los cantares que entregaba al uso de la gente con la secreta intención de que, a través de ellos, aprendieran a mirar el cielo, y los callejones, y los faroles y esas lunas sangrientas del verano que se hundían detrás del decorado de los conventillos.

 En ese viaje nocturno y desolado de su alma, lo solíamos encontrar sus amigos más jóvenes, que éramos también amigos de Cátulo, su hijo, boxeador y estudiante, y lo acompañábamos hasta la puerta, ante la cual hablábamos de la vida y del arte con pasión de muchachos; y él rejuvenecía a propósito, para mezclarse humildemente con nuestras esperanzas.

Cátulo y su padre en España
 Hace once años que ha muerto. La noticia me encontró frente a la máquina de escribir de una revista porteña y, de pronto, como impulsado por el deber, sin que nadie me lo pidiera, le hice la despedida necrológica.

 Mientras mis dedos golpeaban en las teclas heladas, comenzaron a desfilar por mi alma las cosas que él más quiso: su calle, sus obras, sus versos populares y sus hijos -Cátulo Gema y Hugo-. Los tres heredaron lo que él tenía adentro, la fortuna de su corazón: Gema la bailarina, continuó su pasión por los escenarios; Hugo, la humildad permanente de su amistoso corazón sencillo y Cátulo, este querido Cátulo de nuestra generación, su sed de saberlo todo y su amor por el verso que canta y ennoblece, que evoca y fija, que descubre y que exalta. Por ese verso auténtico que se eterniza en el preciso instante en que lo silban las esquinas y lo musitan los labios del pueblo.

                                    

 ¡José González Castillo! La antorcha de tu alma, fraccionado en la realidad de tres antorchas, prosigue iluminando en ellos tres, que prolongan tus sueños y tu sangre y que al cumplirse en esa filial tarea justifican tu enorme amor de padre y de poeta, que fue una misma cosa, porque era el mismo amor.
                                                                                    Homero Manzi, 1º de abril de 1949.

Y para completar esta maravillosa semblanza de Homero sobre este gran hombre de la cultura, les dejo dos tangos de su autoría. Papel picado, con música de su hijo Cátulo, que grabó Ricardo Tanturi con la voz de Osvaldo Ribó, el 26 de enero de 1948. Y de González Castillo con Sebastián Piana, Sobre el pucho, grabado por Francisco Rotundo cantando Floreal Ruiz, el 10 de setiembre de 1951.

13- Papel picado- R. Tanturi-O.Ribó

Sobre el pucho- Francisco Rotundo-Floreal Ruiz




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